Peggy Guggenheim: La mecenas esencial
Sin la mirada osada y vanguardista de Peggy Guggenheim la historia del arte no sería la misma: Pollock no sería famoso y obras de Kandinsky, Braque, Mondrian, Miró, Dalí, Giacometti y Brancusi, entre muchas otras, habrían sido destruidas por la guerra.
A Peggy Guggenheim la han llamado millonaria, excéntrica, coleccionista influyente, amante del modernismo, bohemia, rebelde, devoradora de hombres y, por supuesto, mecenas. Sobre ella se han escrito biografías, documentales, y una densa montaña de notas periodísticas que celebran su participación en cada esfera artística del momento: primero París, luego Londres y al final Nueva York. Heredera de una fortuna inigualable que invirtió en la obra de pintores emergentes, esos con los que mantuvo relaciones simbióticas, es la mujer más mitificada en el mundo de la compra de arte.
Al nacer la registraron como Marguerite Guggenheim, pero la historia quiso que fuera recordada como Peggy. Llegó al mundo el 26 de agosto de 1898 en Nueva York, y murió en 1979 cuando vivía en el Palazzo Venier dei Leoni, en Venecia. Como una reina o un faraón, sus cenizas reposan ahí, suntuosas, acompañada de los restos de sus 14 Lhasa Apso.
El rastro del dinero siempre alumbró su vida: finos carruajes, mansiones en la quinta avenida de Manhattan, abundante servicio. La familia de Florette Seligman, su madre, se introdujo a la banca y a la escena bursátil cuando recién llegaron de Alemania a Nueva York, al tiempo que la familia de Benjamin Guggenheim, su padre, amasó una enorme fortuna que los convirtió en amos de la minería internacional: controlaban el 75% de la plata, el cobre y el plomo del mundo.
En abril de 1912, su padre, el magnate Guggenheim, se hundió con el Titanic vestido de smoking. En ese entonces, ella tenía 13 años y una madre histérica que repetía cada frase tres veces y, como para no extraviar la fascinación, cargaba consigo tres relojes.
“Yo siempre tenía ataques de nervios, estaba angustiada todo el tiempo… No creo que hubiera habido buenas madres en esos tiempos. Mi madre tenía muy poco control sobre mí, me volvía loca, siempre montaba escándalos y me aburría mucho, era horrible. Mi padre tenía una fortuna que mi madre perdió. Después de aquello, no me consideré como una auténtica Guggenheim. Era muy pobre comparada con mis tíos, ellos eran enormemente ricos, y yo solo tenía 450 mil dólares”, dijo Peggy Guggenheim en 1979 durante la última entrevista concedida a Jacqueline B.Weld, autora de Peggy Guggenheim: Art Addict.
Peggy Guggenheim confió en su capacidad autodidacta y se abstuvo de estudiar. “Siempre me consideré la enfant terrible de la familia, supongo que pensaban que era la oveja negra y que nunca haría nada bien, creo que los sorprendí… En mi vida todo ha sido arte y amor, creo que pasamos por la vida como en una especie de sueño… A mí me interesó el arte moderno en el momento en el que lo conocí, me hice adicta y ya no lo pude evitar”, dijo la mecenas durante aquella entrevista, reproducida en el documental Peggy Guggenheim: Adicta al arte.
Tan pronto como pudo se alejó de la burguesía, que esperaba de ella a la mujer refinada, y se entregó a la vida bohemia parisina. Era 1921 y Paris era la ciudad de la intelectualidad, los artistas y los excesos. En ese entonces, construyó una fiel amistad con Marcel Duchamp, pareja de una íntima amiga, la escritora Mary Reynolds. Él, años más tarde, orientaría su perspicacia para encontrar nuevos talentos artísticos. “Duchamp me enseñó las diferencias entre surrealismo y arte abstracto, organizó todas las exposiciones, hizo todo por mí”, aseguró Guggenheim
“Al nacer la registraron como Marguerite Guggenheim, pero la historia quiso que fuera recordada como Peggy”.
De aquellos años se tiene registro de Peggy Guggenheim llegando por las tardes a los cafés de Montparnasse, viendo bailar a James Joyce canciones irlandesas y dejándose fotografiar por Man Ray. “Yo solo pensaba que estaba guapísima… Se respiraba el surrealismo, el arte. También solía jugar tenis con Ezra Pound y cacareaba como un gallo cuando metía un punto”, dijo Guggenheim.
En aquel tiempo, cuando contaba 23 años, conoció a su primer esposo, el escritor y poeta Laurence Vail, con quien tuvo dos hijos Pegeen y Sindbad, y del que se divorciaría tras siete años de martirios. “Él no tenía dinero, y yo controlaba nuestras finanzas… él quería hacerme sentir mal intelectualmente”, llegó a decir.
La bonanza de su vida comenzaría al partir a Londres en 1938. Su madre fallecida le había heredado 450 mil dólares, con los que decidió abrir la galería de arte Guggenheim Jeune, ubicada en Cork Street, y Duchamp la presentaría con Jackson Pollock, Jean Cocteau, Yves Tanguy, y Wassily Kandinsky, a quien expuso por primera vez en Inglaterra, y a quien siguió impulsando luego de la gran aceptación del público.
Tras el éxito de su galería, Guggenheim se propuso levantar un museo de arte moderno en Londres, que consideraba la ciudad necesitaba. En ese entonces, estableció contacto con el historiador Herbert Red quien le guiaría y proporcionaría una lista de pintores a los que debía considerar: Picasso, De Chirico, Miró, Moore, y algunos más de los que, decía, era necesario contar con su obra. Al mismo tiempo en que Guggenheim partió a París, a fin de conseguir los cuadros, estalló la Segunda Guerra Mundial.
“Me pareció imposible abrir un museo en Londres, podía ser bombardeado en cualquier momento. Me fui a París a recoger los cuadros de la lista que había confeccionado para mí Herbert. Durante el primer invierno de la guerra intenté comprar un cuadro al día. La gente me llamaba por teléfono a todas horas e incluso venía a mi casa por la mañana y me traían los cuadros a la recámara. El único que compré desde la cama fue un Dalí”, aseguró la coleccionista.
“De aquellos años se tiene registro de Peggy Guggenheim llegando por las tardes a los cafés de Montparnasse, viendo bailar a James Joyce canciones irlandesas y dejándose fotografiar por Man Ray”.
Existía el antecedente de la exposición de 1937 inaugurada en Múnich con 650 obras surrealistas a las que los nazis llamaron “arte degenerado”, así que en 1939 los artistas estaban desesperados por vender sus libros y cuadros, y muchos marchantes judíos estaban inquietos por dejar París antes de que los alemanes llegaran.
“No había que negociar porque todo era muy barato. Pagué por mi colección de arte la ridícula cantidad de 40 mil dólares. Con ese dinero no hubiera podido comprar hoy ni siquiera uno de mis cuadros, es una locura. Luego quise salvar mis obras, así que fui a hablar con la gente del Louvre con la idea de que salvaran mis obras en conjunto con las suyas, y me dijeron que no merecía la pena, eran demasiado modernas. Al final tuve suerte, el hombre que preparaba y enviaba los cuadros en los tiempos en que tuve la galería de arte en Londres trasladó todos los cuadros a Norteamérica, escondidos entre sábanas y colchas”.
Así las obras de Kandinsky, Klee, Picabia, Braque, Gris, Mondrian, Leger, Miró, De Chirico, Magritte, Dalí, Giacometti, y Brancusi, se libraron de la destrucción y arribaron a Estados Unidos. El periodista estadounidense Varian Fry, que ayudó a refugiados anti-nazis a escapar de Francia durante la guerra, buscó a la mecenas a fin de solicitarle auxilio para embarcar hacia Nueva York a algunos de los artistas surrealistas europeos del momento, entre ellos estaba André Breton y su familia, y Marx Ernst, con quien después se casaría.
Con una Europa ocupada por los nazis, Nueva York se convirtió en el centro de la vanguardia artística de la segunda mitad del siglo XX. Fiel a su propósito de gozar del arte, en 1942 Guggenheim abrió en la calle 57 de Manhattan su galería Art of this Century, un espacio en el que los cuadros colgaban sostenidos por ganchos y los espectadores podían tomarlos como si éstos fueran títulos en una librería. Era una galería con paredes curvas en la que la grabación de un tren expreso se reproducía cada cinco minutos y las luces se encendían y apagaban repentinamente. Esa fue su manera de darle continuidad al trabajo de aquellos que encontraban en el subconsciente la chispa de la creatividad.
En 1979, el mismo año en el que murió, cedió todas sus obras a su tío Solomon Guggenheim. El magnate, dueño fundador del museo Guggenheim de Nueva York, se quedó con la colección bajo la promesa de que nunca sería separada.
“No soy una coleccionista, soy un museo”, llegó a decir Peggy Guggenheim.
Vía: Gatopardo